sábado, 29 de septiembre de 2018

Miguel Sardegna: “Somos el resultado de nuestras lecturas”





El escritor Miguel Sardegna habló con Entre Vidas acerca de su libro de cuentos Hojas que caen sobre otras hojas publicado por la Editorial Conejos y contó que tiene dos novelas inéditas que no ve la hora de que encuentren lectores.




¿Qué rituales tenés al momento previo a escribir?
Ninguno, no tengo rituales. Hace unos años probablemente te hubiera confesado un riguroso catálogo de comodidades burguesas. Nada muy excéntrico, pero en ese tiempo estaba convencido de que eran condiciones no negociables: la paz del hogar, con mi biblioteca entera bien cerca, un silencio de encierro, la certeza de que disponía de varias horas, mucho café. Todo eso forma parte del pasado. Ahora escribo robándole horas al día, y a la noche. Luciano cumple dos años en algunas semanas, él es el que impone las condiciones y decide los nuevos rituales de casa. Hoy sé que tengo que aprovechar cualquier oportunidad para escribir, incluso las que surgen en la oficina. ¿Estará bien contar esto?  Pocas cosas me dan más felicidad que robarle horas a mi actividad “productiva”, vestido de saco y corbata. Cuando hago eso, siento que conduzco una pequeña y modesta revolución.

¿Con qué frecuencia escribís?
Con las dificultades que acabo de contar, todos los días.

¿Cómo nace tu amor por la cultura japonesa?
En el principio estuvo la lectura. Llegué a Japón a partir de sus novelas y cuentos. Creo que “Sennin”, de Akutagawa, fue el primer cuento japonés que leí. Fue pura casualidad, como suceden siempre las cosas importantes de la vida. No tenía idea de quién era Akutagawa en ese entonces, mientras pasaba las páginas de ese volumen monumental de Bioy, Silvina Ocampo y Borges: Antología de la literatura fantástica. La nota biográfica que armaron de Akutagawa, de apenas un par de renglones, es una delicia. La recuerdo de memoria, dice: Antes de quitarse la vida, explicó fríamente las razones que lo llevaban a tal decisión y compuso una lista de suicidas históricos, en la que incluyó a Cristo. Gracias a esa antología descubrí a Max Beerbohm, a Villiers de l`Isle-Adam, a Lafcadio Hearn. Es increíble, pero me basta pensar en ellos y mencionarlos acá, para querer releerlos. Esas páginas hicieron mucho por mí, me construyeron como lector y como escritor.
Después llegó Kawabata, con la novela Mil grullas. Lo disfruté sin entenderlo del todo. Creo que hay un goce que precede a la auténtica comprensión. Sentí que en esas páginas saboreaba algo nuevo, diferente a todo lo que había probado hasta entonces. Despertó mi apetito, con Kawabata vino el placer de acercarme a la cultura japonesa.

¿Por qué decidiste que tu libro de relatos se llamara Hojas que caen sobre otras hojas?
El libro tuvo varios títulos. Es curioso eso, porque ahora no puedo imaginarlo con uno diferente a Hojas que caen sobre otras hojas. A Editorial Conejos llegó como Imperfección, que es también el título de uno de los diez cuentos del libro. Hay una visión japonesa de la belleza que se vincula con la sombra, con lo inacabado, con la marca que deja la pátina del tiempo. Con la imperfección. El libro juega con todas esas ideas. Es un libro de cuentos japoneses, aunque atravesados por una visión occidental. A mis editores nunca les convenció el título, aunque no me propusieron alternativas. Ya se te va a ocurrir otro, me decían ellos. Ya va a aparecer el título correcto. El caso es que llegamos a las pruebas de galera y todavía no tenía nada nuevo. Finalmente, una tarde, leyendo haiku, entrando en esa dimensión zen y contemplativa que propone la poesía japonesa, di con Hojas que caen sobre otras hojas. Es algo bien concreto, ¿no? Mucho mejor que Imperfección, que es un concepto abstracto, algo que no podemos tocar, ni ver.

¿Cuál es tu relato preferido del libro y cuál es el que destacan los lectores?
No, no, no me pidas que elija uno, por favor. ¿Cómo podría? Por otra parte, los cuentos que más quiero no son los más logrados, o los más inteligentes, sino aquellos que hacen vibrar una cuerda íntima, muy personal. Con sus máscaras, todos los cuentos hablan de mí. Pero voy a hacer otra cosa, que quizá no sea tan diferente: voy a contar cuáles son los que elijo cuando me invitan a algún ciclo de lectura. Siempre leo “La práctica del zen es difícil” o “Fría luz de luciérnagas”. Decido cuál de los dos a último momento. Un cuento es trágico, el otro intenta algo de humor. Decido en función del efecto que me gustaría generar en esa noche concreta, con ese público, en ese bar particular.
¿Cuáles destacan los lectores? Por suerte no coinciden.

¿Por qué decidiste que los relatos se desarrollen en Japón o tengan como eje la cultura de ese país?
Bueno, no estoy seguro de haber elegido tan libremente. No quiero sonar romántico, pero estoy convencido de que hay algo de fatalismo en lo que uno escribe.
Me voy a explicar mejor. Yo creo que escribir es un acto profundamente voluntario, en el que se deben vencer muchas resistencias. Escribir es trabajoso, porque nos pone de cara a nuestras propias limitaciones. Basta sentarse a escribir una noche cualquiera para recordar que no tenemos el talento que deseamos. Jamás podremos escribir como Kawabata. Todos estamos en el barro, dijo Oscar Wilde, pero algunos miramos a las estrellas. Escribir es mirar a las estrellas, sabiendo que no hay manera de alcanzarlas. En esas condiciones, hay mucho de voluntad y de tesón para conseguir escribir una página cualquiera. Del mismo modo, frente a ese acto profundamente voluntario, creo que los temas nos llegan como algo dado, se nos imponen. En el prólogo de El umbral de la noche, Stephen King desarrolla una teoría interesante. Habla de filtros en el cerebro. Dice que tenemos filtros en la cabeza que hacen que algunos temas se nos atasquen y otros, en cambio, sigan de largo. A todos se nos atascan temas distintos. Me gusta esa idea. Mi cerebro, entonces, siguiendo a King, filtra los temas japoneses, no tengo manera de sacármelos de encima.

¿De qué temas se nutre tu escritura? 
Creo que todos somos la suma del cine que vemos, de la pintura que conseguimos apreciar, de la música que escuchamos a diario. Somos el resultado de nuestras lecturas. El arte nos atraviesa y nos transforma. Creo que ese modo de relacionarnos con el mundo va a parar, irremediablemente, a cada página que escribimos. Aunque uno no es del todo consciente de ese pasaje, claro. Dicen que los símbolos siempre exceden a quién los emplea.

¿De qué tema todavía no escribiste pero te gustaría hacerlo en un futuro?
Tengo planeada una novela de ajedrez. Creo que la gran novela del ajedrez argentino todavía no fue escrita.
Soy jugador de ajedrez, aunque hace dos o tres años que no me siento delante de un tablero real, en el Club Argentino de Ajedrez. Algunas noches lo extraño. Otras, agradezco haber podido escapar. Tuve momentos de verdadera fiebre por el ajedrez. Me pasé meses enteros estudiando alguna sutileza de la Najdorf o decidiéndome si la próxima vez que planteara una Eslava me convenía sacar mi alfil o dejarlo adentro de la cadena de peones. El ajedrez provoca eso. El que lo probó, lo sabe. No escribí una sola línea en ese tiempo, fueron años sin literatura. El ajedrez y la literatura son incompatibles, ambos te demandan la vida entera. No se conforman con menos.

¿Qué libros o autores recomendarías? 
Menciono a autores que leí este último tiempo y que disfruté mucho. Amelie Nothomb, Mariana Alonso, Martín Di Lisio, Daniel de Leo, Convertini, Kamiya, Martín Hain, Hanif Kureishi, McEwan, Nicolás Ferraro, Donleavy, David Foster Wallace, Dazai, Ercole Lissardi, Bellomo, Cormac McCarthy, Castagnet, Élida Saidler, Sancia, Chernov, Karina Sacerdote, Carson McCullers.

¿Qué objetivos tenés dentro del ambiente literario?
La idea es escribir siempre mejor. Supongo que no soy original con esto, ¿no? Escribir mejor y escribir más. Hacer de la escritura el centro vital de mi jornada. Ojalá consiga pasar de la intención al acto. Así me imagino los próximos años, revirtiendo la tendencia de tanta energía dedicada a otras cuestiones que nunca me interesaron.
Algo interesante que me sucedió dentro del “ambiente”, y que jamás soñé, es compartir una cerveza o un café con escritores que admiro. Tótems inalcanzables que antes leía en silencio, en casa, de pronto estaban cerca. Escribir es una tarea solitaria, no necesita de compañeros, pero qué lindo que es encontrarse con gente que comparte la misma pasión. El otro día le contaba en la oficina que se multiplican en mi mesita de luz los libros de amigos.

¿Cómo te llegó la posibilidad de publicar el libro con la Editorial Conejos
Le escribí a Ariel Bermani preguntando si los Conejos recibían material. Me contestó enseguida con un “obvio, mandámelo”. Ariel es así, un genio. Fui muy afortunado, estoy muy contento con los Conejos. ¿Qué más puede desear un autor que considerarse amigo de sus editores?

¿En qué otro proyecto estás trabajando actualmente?
Tengo dos novelas inéditas que no veo la hora de que encuentren lectores. También tengo terminado un libro de cuentos. Me dio mucho placer escribirlo, disfruté ser un poco sádico. La idea de belleza con la que juegan esos cuentos sórdidos es bien distinta a la de Hojas que caen sobre otras hojas.
Pero quizás, se me ocurre ahora, esos manuscritos ya son parte del pasado, ya quedaron atrás. Fuera de eso, estoy con varios proyectos. Siempre me pasa lo mismo. Arranco varias cosas a la vez, hasta que llega un momento en que uno se destaca y me reclama exclusividad.




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