La escritora
María Laura Pérez Gras habló con
Entre Vidas acerca de su novela
El único refugio publicada por
Ediciones Corregidor y comentó que la historia surgió tras la caída de las Torres Gemelas cuando a su hermano lo detuvieron en Estados Unidos, donde residía hacía años y de manera legal, por una interpretación de su situación y de su documentación, y como no pudieron deportarlo inmediatamente, lo enviaron a la cárcel estatal con presos comunes.
¿Qué rituales tenés al momento previo a escribir? ¿Con qué frecuencia escribís?
Si escribo poesía es un impulso del momento, es más bien un estado de ánimo. En cambio, la narrativa es más mental para mí. Es un juego de posibilidades. Paso meses, a veces años, rumiando una idea, hasta que un día no puedo más, y tengo que sentarme a escribir para que salga de una vez. Y termina pasando que sale como si alguien la dictara, porque ya estaba muy trabajada en mi cabeza. De todos modos, creo que no funciona así por elección, es porque vivo de otras actividades relacionadas con la escritura, y la ficción siempre queda pospuesta para “cuando pueda”; pero eso nunca pasa, hasta que finalmente decido que ya es momento de que esa ficción en particular salga de mi cabeza y sea un texto. De manera que la frecuencia con la que escribo es muy irregular. A veces sueño despierta con esas residencias para escritores en el extranjero o en el sur para por fin poder escribir lo que tengo ya tan pensado. Y después caigo a la realidad y recuerdo que también soy madre de tiempo completo.
¿Quién te inculcó tu amor por la literatura?
Mis viejos son muy lectores, pero no me leían a mí como yo les leo a mis hijos. Descubrí la literatura por mi cuenta, muy pronto como lectora, y nunca la abandoné. A los ocho años supe que quería ser escritora tras devorarme los libros de Louisa May Alcott y una selección infantil de Las mil y una noches durante un verano con mis abuelos en Santa Teresita. Tengo el recuerdo de un intento de novela titulado “Tres amigas” de esa época. Y aún guardo poesía escrita en los primero años de mi adolescencia. A los 18 años gané un premio de poesía en inglés en un concurso lanzado por un museo durante mi intercambio estudiantil por el Rotary en el Estado de Nueva York, y eso me terminó de confirmar que mi camino eran las Letras y las Lenguas.
Por otra parte, mamá es profesora de inglés y traductora pública. Mi crianza fue bilingüe en casa, aunque nunca fui a un colegio de doble escolaridad. Cuando yo estaba en el Secundario estudiábamos francés juntas. Compartimos el gusto por las palabras y las lenguas desde que tengo memoria. Somos de buscar etimologías y acepciones. Ya en la carrera de Letras, estudié Griego y Latín e Historia de la Lengua con mucho placer. Por esos años, preparé a mi hermano para rendir sus niveles de inglés americano porque se iba a estudiar a los Estados Unidos. También trabajé como profesora de inglés particular y en escuelas durante muchos años; así tuve mis primeros ahorros y financié mis viajes por Europa a una edad muy temprana, 16 y 19 años. En mi familia las lenguas siempre estuvieron relacionadas con lo afectivo y también con la apertura de oportunidades. Ahora mamá asiste a mis talleres de lectura y escritura. Es un círculo vital y afectivo que nos mantiene conectadas.
Pero el gusto por el arte de narrar me viene de mi abuela paterna, Remedios. Era la narradora oral de la familia. Con una memoria prodigiosa que nunca tendré. Murió hace dos años, a los 99. Y todavía era un placer escucharla. Cuando ella tomaba la palabra el mundo se detenía. Y su sentido del humor era sublime. Pícaro pero sublime. La disfruté mucho. Me enseñó que cada palabra se saborea, como cada cucharada de la paella valenciana que también me enseñó a cocinar. Y que lo no dicho en un relato es tan o más importante que lo que se dice. Como en las recetas de cocina. Ella podía crear un clima con una pausa, o una mirada. A veces intento llevar eso a la escritura y me encuentro con sus ojos chiquitos y con su carcajada. Porque se reía así, a carcajadas. Y era contagioso.
¿Por qué decidiste que tu nueva novela se llamara El único refugio?
Justo en estos días es el primer aniversario de la aparición de El único refugio, porque salió en marzo del 2019 y se presentó el 30 de marzo en la bella librería Caras y Caretas, con la inmejorable compañía de las escritoras Débora Mundani y Mercedes Giuffré.
La novela primero se llamó Cuadernos desde la Cárcel, desde años antes de su escritura, cuando la pensaba, hasta días antes de cerrar la publicación, porque yo nunca había pensado que se publicaría y que entonces tendría que elegir otro título que no fuera el del material con que había trabajado para crear la biografía novelada de Gramsci, que está contenida en la novela. Era el título más natural del mundo para mí. Y lo fue por más de una década, porque escribí la novela en 2008, durante el embarazo de mi primer hijo. Pero luego estaba toda la cuestión legal y no tenía sentido meterse en ese conflicto. Entonces, hice lo que se suele hacer: buscar el título en una frase significativa que estuviera ya en el texto, como un animal críptico y sugerente, agazapado tras el follaje de letras, esperando ser descubierto.
Y, entonces, apareció “El único refugio”, que cubría tantas aristas de sentido en los distintos planos narrativos que tiene la novela: el refugio ambiguo que puede ser una cárcel para un perseguido político; el refugio que resultan ser la lectura y le escritura, aún en los trances más terribles de la existencia; y, por último, ese refugio impenetrable y verdaderamente único, que es la mente, donde siempre existirán las puertas sin llave de la imaginación.
¿Cuál fue la imagen disparadora que dio lugar el inicio de la historia?
Más que una imagen fue un acontecimiento: tras la caída de las Torres Gemelas, mi hermano fue detenido en su ingreso a los EE.UU., donde residía hacía años y de manera legal, por una “interpretación” de su situación y de su documentación, y como no pudieron deportarlo inmediatamente, lo enviaron a la cárcel estatal con presos comunes. Esa experiencia fue lo suficientemente provocadora como para lanzarme a imaginar las posibles consecuencias del permanente atropello que el “sistema” realiza sobre la integridad física y psíquica de las personas con miras a un supuesto bien común. Llegué a grabar a mi hermano en una especie de reportaje para registrar la experiencia de la forma más vívida posible en ese momento.
Dos años después, en una clase de un posgrado en Educación, la profesora se detuvo unos minutos para contarnos detalles de la vida de Antonio Gramsci que excedían el marco de la teoría pero que para mí fueron fuegos artificiales. Volví todo el viaje en auto desde la Capital hasta Tigre atando mentalmente los cabos de las dos historias que se cruzarían en la novela. Y todavía me tomé otro año más para sentarme a escribir. En este tiempo devoré todo el material que pude sobre Gramsci y su vida, y lo más jugoso para la ficción resultaron ser sus cartas. Lo que dicen esas cartas aparece de una manera u otra en la novela. En definitiva, lo que más me interesaba narrar eran los vínculos humanos y sus formas o posibilidades desde el confinamiento.
¿Cómo fue el proceso de construcción de Esteban, protagonista de la novela?
Es tan conspicua la figura de Antonio Gramsci, el co-protagonista durante la segunda mitad de la novela, que el personaje de Esteban, al principio, me resultaba insignificante en comparación. Aunque Gramsci fue un hombrecillo maltrecho y pequeño, y Esteban está inspirado parcialmente en mi hermano, un atleta universitario, yo me cuestionaba por otro tipo de estatura, claramente. Pero pronto comprendí que ese joven argentino que yo imaginaba, de clase media-alta y grandes aspiraciones, con un resentimiento irreflexivo hacia su propio país, inculcado por padres que perdieron sus ahorros tras la crisis del 2001, y poca experiencia de vida propia aún, era el contrapunto ideal para hacer dialogar los dos confinamientos impuestos por Estados abusivos –uno, en la Italia de Mussolini, como consecuencia del fascismo; otro, en Miami, como consecuencia de las medidas extremas tras los atentados en territorio norteamericano y la paranoia frente al terrorismo islámico– con el objeto de mostrar y contrastar las reacciones, el comportamiento, la resiliencia, las reflexiones de cada uno, en lo que podría ser un estudio antropológico si no fuera un juego de la ficción.
Gran parte del trabajo final que hice sobre la novela dos años antes de pensar en publicarla fue la puesta en valor de la figura de Esteban como representante de mi generación, de los que estamos ahora cerca de los cuarenta, que fue la que protagonizó un exilio masivo tras la crisis del 2001, de la que se habló también con la expresión “fuga de cerebros” dentro de los espacios de ciencia y técnica en los que yo trabajo. Yo decidí quedarme pero fui testigo directo de ese fenómeno, del que se dice muy poco en la ficción argentina. Hay mucho escrito sobre los exilios de las oleadas inmigratorias de entre siglos y principios del siglo XX, y otro tanto sobre los exilios provocados por las dictaduras militares, pero creo que este exilio protagonizado por mi generación está prácticamente ausente en la narrativa actual como temática.
¿Con qué se va a encontrar la gente que lea la novela?
Me gustaría responder esta pregunta a partir de los comentarios de algunos de los lectores que me hicieron llegar sus impresiones. Lecturas hay tantas como lectores, pero hubo algunas que me resultaron muy significativas. Esta es una novela que narra dos esperas: una más corta pero intensa; la otra más larga y trascendente; ambas, profundamente introspectivas. Y estas esperas se realizan en contra de la voluntad de los protagonistas, por lo tanto, deben lidiar con todo lo que eso implica. Muchos lectores me contaron que casualmente la leyeron en aeropuertos, esperando subir a sus vuelos; algunos, ya en viaje; otros en hospitales, esperando la recuperación de un ser querido; y ahora, varios la están leyendo durante la cuarentena. Hay mucha conexión entre lo que viven los personajes y lo que estamos atravesando como sociedad hoy. Y yo no dejo de pensar en lo poderosa que es la literatura, que puede referir a dos situaciones de prisión anteriores pero engranarse con sentimientos y sensaciones de quienes viven hoy experiencias parecidas y buscan sus propios “refugios” o mecanismos creativos de supervivencia.
Ni bien salió la novela las lecturas pasaban más por la cuestión de las migraciones y los refugiados, que era el tema del momento. Había asumido Trump la presidencia de los EE.UU. y empezaba la locura de la persecución a los inmigrantes y la detención de niños en las fronteras. Y al mismo tiempo estaba creciendo la terrible travesía de los refugiados sirios y de los africanos a la deriva por Europa. La gente pensaba que yo había escrito la novela a partir de estos acontecimientos internacionales pero fue solamente una cuestión de sincronía.
Lo mismo pasa con la creciente atención que se le está dando a la figura de Gramsci, y no solo a sus ideas, sino también su vida. La querida poeta y periodista cultural Sandra Pien me envió hace unos días un artículo muy interesante que enumeraba estas producciones reciente en el mundo. Yo lo veo como un síntoma de época. Cuando los discursos de Trump y Bolsonaro retumban en los extremos de América y se radicalizan tendencias de derecha en Europa, es solo natural que la palabra de quienes combatieron esas ideas recupere relevancia.
Una de las lecturas que más atesoro, me la envió por correo electrónico un colega profesor universitario e investigador que admiro mucho, Fernando Reati, quien es justamente un inmigrante argentino en los EE.UU, aunque emigró hace ya muchos años. La lectura de mi novela lo llevó al recuerdo de su propia experiencia como preso político en Córdoba durante la última dictadura militar y de la correspondencia clandestina que logró escribir y enviar a su familia durante ese confinamiento. Me escribió en ese mensaje que justo cuando leía la novela estaba trabajando en su próximo proyecto con esas cartas. Cito sus palabras: “Así que al llegar a la parte de Gramsci, fue notable cómo empezaron a dialogar sus cartas con las que yo estoy trabajando. A veces las cosas no pasan porque sí.” Pero a continuación hizo un comentario todavía más conmovedor para mí: “Para colmo, otro proyecto que tengo detenido pero que sueño con algún día retomar (tal vez cuando me jubile), es sobre las cartas de amor que mi papá le escribía de novio a mi mamá, cuando él estaba preso en Córdoba por comunista en 1943... Mi mamá las guardó, y yo las encontré en una caja cuando ella murió. Son como 100 cartas que él escribió desde la cárcel, tratando de mantener vivo el noviazgo para que ella lo esperara. Así que mirá vos como se unen los caminos: tu novela, Gramsci, mi papá comunista en prisión, las cartas de la dictadura...”
¿Cómo se dio la posibilidad de publicar el libro con Ediciones Corregidor?
Cursé toda la carrera de Letras a una cuadra de la editorial y fue un referente para mí en mis lecturas. Desde que me recibí, me dedico a enseñar Literatura Argentina y recurro siempre a su catálogo para la selección de bibliografía para mis clases. Además, trabajo con María Rosa Lojo hace más de quince años (fue la directora de mi tesis doctoral; también mi directora en el ingreso al CONICET) y ella dirige dos colecciones en esa editorial. Allí publicamos el diario de viaje a Oriente, hasta entonces inédito, de Lucio V. Mansilla, bajo la dirección de María Rosa en 2012, por ejemplo. También formo parte del comité de lectura de pares de esas colecciones desde hace años. Los chicos de Corregidor me conocían por ese trabajo académico. Cuando pensé en publicar la novela no dudé en llevarla ahí. No la envié a ningún otro lado. Sentía mucha confianza entregando el material a María Fernanda y Paula Pampín, y a Norberto Gugliotella, había algo de familiar, aunque aún no teníamos una amistad. La editorial ha sido siempre pionera y, al mismo tiempo, de excelente criterio en sus publicaciones, y yo deseaba que mi novela perteneciera a un lugar así. Lo que nunca imaginé es que no solo la aceptarían, sino que además la incluirían en una de las colecciones que un par de años antes habían lanzado con tanta fuerza y autores premiados: Narrativas al Sur del Río Bravo. Es un honor por el que estoy muy agradecida.
¿De qué temas se nutre tu escritura?
Justamente María Rosa y otra colega amiga, Marina Guidotti, fueron las primeras en notar la relación entre mis temas de investigación en Literatura Argentina decimonónica y El único refugio, y un tiempo después me lo comentó Irene Chikiar Bauer durante otra entrevista: me dedico a estudiar y sacar a la luz relatos autobiográficos de cautivos de los indios en territorio argentino, silenciados por las políticas de Estado desde el siglo XIX, y mi novela aborda otras formas de cautiverio en los siglos XX y XXI, precisamente de presos que también son silenciados por políticas de Estado. Esto no fue algo planificado, ni mucho menos, creo que tiene que ver con un tema que me preocupa y me apasiona desde que tengo memoria: la libertad. Y en consecuencia, me intrigan y preocupan los escenarios en los que existe o surge una forma sistematizada de ausencia de libertad. Supongo que por esta misma razón hace unos años comencé a dirigir un grupo de investigación en el que abordamos un corpus que denominamos “nueva narrativa argentina anticipatoria/especulativa” y estudiamos fenómenos tales como las distopías y las urcronías, que abundan en esos textos. Son todos temas muy afines a lo que estamos viviendo hoy, por la pandemia, en cuarentena.
¿De qué tema que todavía no escribiste tenés pensado hacerlo próximamente?
Me interesa seguir pensando el tema de la libertad, o la falta de ella, en nuevas formas que aún no exploré en la narrativa y la poesía. Otro tema que también cruza todo lo que escribo, en la ficción o la escritura académica, es la cuestión de los estereotipos sociales y étnicos de distintas épocas. Me parece que todavía tengo mucho para decir sobre esto. Me interesaría explorar más las cuestiones de género, por ejemplo. Y quiero vincularme con ciertas cuestiones locales del lugar donde vivo, el Tigre. En distintas formas, todos estos temas están presentes en lo que estoy escribiendo o “rumiando” ahora.
Formas parte del blog El país de la bruma en el que reseñas libros, ¿cómo surgió tu llegada a ese proyecto? ¿Qué libros recomendarías de los que terminaste realizando alguna nota?
Fui invitada a formar parte de “El país de la bruma”, un blog literario –que yo siento como un espacio cultural–, por su creadora, mi colega y amiga Mercedes Giuffré, también escritora y profesora universitaria. Somos un grupo muy reducido de reseñistas fijas y contamos algunas veces con colaboradores invitados para alguna reseña puntual. El grupo estable está compuesto además por Ayleen Julio Díaz (de Colombia), María José Schamun (de Argentina), Karolina Urbano (de Colombia) y Stefania Veloz Soares (de Ecuador). También hacemos comentarios, entrevistas y notas. Es un proyecto a puro pulmón, que disfrutamos mucho.
En mi caso, todo lo reseñado hasta ahora fue elegido porque me gustó mucho. De hecho, decidí escribir sobre cada uno de esos textos porque disfruté de su lectura y quise compartirla con otros interesados o posibles lectores. Tenemos toda la libertad para elegir los textos sobre los que vamos a escribir y, en mi caso, me suelo acercar a los que intuyo me gustarán o interesarán por alguna razón en particular. Tengo el tiempo contado para leer, igual que para escribir, y eso me hace desarrollar un cierto sentido de la anticipación dentro del malabar de escrituras y lecturas en que a veces me encuentro.
Casualmente, el blog también está de aniversario. Pero en este caso, el segundo: el 12 de marzo cumplimos dos años.
Como Entre Vidas, Solo Tempestad, u otros espacios literarios que circulan por las redes, El país de la bruma intenta ser una plataforma desde donde se busca colaborar con que la buena literatura circule. Es un placer ser parte de un proyecto así.
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